Hace años, por no decir desde siempre, la derecha española,
pero también una buena parte de la que se da en llamar izquierda, pretende
darnos lecciones de democracia, desde sus medios vocingleros y periodistas de
su corte. La tremenda, y falaz, campaña de desacreditación que han emprendido
contra los grupos surgidos de movimientos ciudadanos a raíz del 15M, centrada
en “Podemos”, evidentemente por el carácter mediático de su líder, que parece
suponer un peligro real (frente a otras formaciones que con posiciones
parecidas no han tenido ese tirón televisivo, pese a lo serio y coherente de
sus propuestas) a sus aposentadas posaderas en los distintos sillones y escaños
de las variopintas cortes que pueblan nuestro país, desde los ayuntamientos al
mismo parlamento nacional, no habla mucho a favor de lo que esta “casta
política”, como es llamada, sin faltarle razón, por los destacados
representantes de estas asociaciones, entiende como democracia.
Tal vez el problema haya sido, en este país de pelotazos, la
gestión de mayorías absolutas por parte de los partidos tradicionales. Tal vez
la cosa viene de más lejos y lo que nos falte es una cultura de participación
real en los asuntos públicos, por parte de los ciudadanos, acostumbrados por
sus seculares gobernantes a ser parapetados y organizados en rediles, como a
borregos, sin que nadie se atreviera a rechistar, no sea se quedara fuera del
rebaño a expensas del lobo. Evidentemente, la última experiencia dictatorial,
larga y tediosa, manipuladora y bien agarrada a los mecanismos económicos de la
modernizada sociedad capitalista neoliberal y global, ha contribuido a hacer
pensar que la democracia debía ser un juego de urnas que se instalan cada
cuatro años en los colegios públicos (o concertados), para depositar un
papelito que a la postre designe quiénes habrían de gestionar la “cosa pública”
bajo el silencio, beneplácito y aquiescencia de la población general, salvo esa
parte de población que por su poderío económico tuviera capacidad de intervenir,
generalmente bajo cuerda y sobre, en las decisiones de los políticos.
Pues no, señores, eso no es la democracia. El último ejemplo
nos lo ha dado nuestro querido Partido Popular (que con tanta desfachatez llama
“populistas” a los que no asiente a su ordenado sistema de castas y prebendas)
al pretender arreglar la ley electoral para hacer de la lista más votada en una
elección, la gobernante de toda una comunidad. Ojo al parche: la lista más
votada. Es decir, que si una lista es la más votada, hablemos en general, como
tanto les gusta a los tertulianos de las televisiones y radios del sistema, con
un 31% de los votos, suponiendo que el total de los votos haya sido el 60% de
la población con derecho a voto, ¿alguien me puede calcular cuál es la legitimidad
numérica real de esa lista, para gobernar como “representación” de la mayoría
(eso pregunto, qué mayoría) de la población? Además, ¿cómo pretende articular
la gobernabilidad de la institución correspondiente? ¿Concediendo a la lista
más votada un plus de concejales, diputados o representantes correspondientes
que la hiciera llegar, por arte de birlibirloque a la tan deseada (y tan
nefasta, como sabemos) mayoría absoluta?
Esto, evidentemente, no es democracia. Tampoco lo es ir
llamando “populistas” a ciudadanos que intentan proponer alternativas
económicas, políticas y sociales al neoliberalismo antropófago que nos está
devorando la humanidad. Aunque esas alternativas les parezcan a la “casta”, a
sus secuaces y a los ciudadanos temerosos que creen que hemos llegado al fin de
la historia y que ya nada podrá ser mejor que lo que hay porque “el mundo es
así”, “la gente es como es” o “el hombre es un lobo para el hombre” y hay que
saber domarlo. No, eso no es democracia. Porque la
de muchos de esos
alternativos pasan por una participación ciudadana en la “cosa pública”, que
remite a un ideal que ya se forjó en la Atenas clásica y en otras ciudades de
la antigua Hélade. Con mayor o menor éxito, con todos sus defectos, pero con
muchas virtudes. El ciudadano es el que crea mecanismos de gestión y control de
quien gestiona aquellos asuntos que son comunes a su “comunidad”. Es el ideal
al que remite el zapatismo, que trata de llevarlo a cabo aprovechando los
mecanismos preexistentes en antiguas comunidades mayas, más o menos
idealizadas, como, al fin y al cabo, es todo pasado del que se trata de
rescatar lo mejor. La Atenas clásica no fue un dechado de virtudes, pero creó
una serie de ideales de los que esa democracia llamada “representativa” se
arroga ser la heredera, cuando de aquello tomó también los elementos que
convenían a una determinada idea y clase social surgida a partir de la
Ilustración. Nuestros alternativos pretenden rescatar otros elementos de la
misma que se han ocultado sistemáticamente por parte de los demócratas
“oficiales”. La democracia consiste en escuchar, en la plaza pública, en
argumentar. Tal vez esas propuestas nuevas son a la larga una alternativa
verdadera a este sistema en decadencia, basado en la acumulación de capital
(que ya ni siquiera de riquezas tangibles), en la especulación financiera y en
un enriquecer a unos pocos en el mínimo tiempo posible. Porque todas estas
fórmulas que llevamos probando desde hace dos siglos, cada vez más puras, cada
vez más impunes, están acabando con el planeta (físicamente, por agotamiento de
sus recursos), están acrecentando la miseria social, están agrandando la brecha
tecnológica, están fomentando los fundamentalismo religiosos y étnicos. Equo,
Podemos, Guanyem, Partido X y otras formaciones de ciudadanos en asamblea
podrían ser una alternativa. Juntos o no, cada cual con sus diferencias, porque
esa, señores, esa diferencia, es la esencia de la democracia, su belleza, su
nobleza y su idiosincrasia: la participación directa en la gestión de aquello
que tenemos que poner en común para poder convivir sin destrozarnos. ¿Una
utopía? Para distopías, ya tenemos bastante con la que nos espera si no
cambiamos el mundo por algún lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario