Enseñar en España es llorar.
En este país de filibusteros, ahora renovados en sus enseres
y ropajes, que son capaces de reír gracias a pelotazos (inmobiliarios,
bancarios, bursátiles, financieros…), los demás, los medianos, los que no
tenemos intención de aspirar a grandes yates ni a grandes fortunas (porque
también existimos, aunque parezcamos raros), la clase media, digamos,
concienciada, que aún pretende un lugar en el futuro para sus descendientes en
una tierra que se deshace en pedacitos de basura acumulada, es capaz de reír
entre congéneres, se sabe divertir en las tabernas, los bares y las fiestas,
pero que no intente el inefable pecado de la “creación”, porque entonces le
tocará llorar. Escribir, pintar, hacer cine o teatro, esculpir, en definitiva, crear
arte, pero también enseñar, que es un arte difícil y poco agradecido, en este
país de filibusteros (y de pardillos que aspiran engañosamente a serlo en dos
días, sin percatarse de que el cupo de aspirantes, entre políticos corruptos y
emprendedores especuladores, está más que cubierto) es derramar lágrimas de
tristeza e impotencia cuando menos una vez al día.
Ahora que inicia un nuevo curso escolar, las dos grandes falacias
de la enseñanza se reproducen de nuevo entre las distintas administraciones de
un país cada vez más triste y empobrecido, y se difunden impunemente por las
televisiones vocingleras que saben muy bien cuál es su posición de poder y
temen, o simplemente no quieren, perderlo.
La primera gran
falacia es la de los centros escolares. El gran cuento de los colegios
concertados está acabando con los centros públicos a pasos de gigante. Los
cierra, es más, aún peor, los degrada a base de masificar a su alumnado en aulas
cada vez más numerosas. Los concertados hicieron su función en aquellos
momentos en los que las infraestructuras de la enseñanza pública eran pobres,
para facilitar el acceso a la educación a toda una franja de edad de la
población española. Años después se ha mantenido, con colegios y centros
públicos infinitamente mejores en calidad de profesorado, ratio de alumnado por
clase, dotaciones de material, infraestructuras en general, con la excusa de
que esos colegios (subvencionados con dinero público, o sea, de todos, en
teoría, y no sólo de bancos “rescatados”) fomentan la libertad de elección de
escuela por parte de las familias. ¿Pero nadie se va a dar cuenta de que esos
colegios no son sino el “quiero y no puedo” de familias con aspiraciones que
jamás podrán pagarse un verdadero colegio de élite privado, al que sus hijos,
los nuestros, nunca tendrán un acceso igualitario y verdadero? ¿No sería más
lógico sostener en condiciones la
extensa red de escuelas públicas bien organizadas, laicas, con la buena cantera
de profesores funcionarios que ya se había creado (manifiestamente mejorables
en muchos aspectos, pero, al fin y al cabo, resultado de no pocos procesos
selectivos de formación y acceso a este trabajo), en lugar de destrozar toda esa
red para mantener el gran número de empresas de la enseñanza con ánimo de lucro?
Un derecho fundamental pisoteado por el lucro. ¿Por qué nos tenemos que
acostumbrar a eso? ¿Por qué debemos verlo como algo normal (“normal”, nos
dicen) en una sociedad democrática, cuando no lo es en absoluto?
La segunda gran
falacia: los profesores trabajan pocas horas y, por tanto, les subimos las
que han de estar directamente trabajando con alumnos en clase. En concreto, en la
enseñanza secundaria, se aumentaron dos horas más de clase semanales para los
profesores, pasando de 18 a 20. Pero ¡qué fácilmente nos hacen creer que esas son
las horas de trabajo reales! ¡Con qué impunidad se permite a señoras como la ex
presidenta Aguirre criticar las pocas horas que trabajan los profesores,
ateniéndose a ese dato! Señora Aguirre y todos los señores de su calaña, por
cada hora de docencia directa con alumnos, un profesor mediano (los excelentes
sobrepasan con creces la media y son pocos, digo, simplemente, un profesor
normal, sin grandes pretensiones) necesita una media de otra hora para
preparación de la misma (esto significa, materiales a entregar, previsión de la
recepción de esa clase por parte del alumnado, prácticas y ejemplos de los que
se enseña, ejercicios de evaluación y pruebas, correcciones de dichos
ejercicios, a lo que añadimos hoy día, la aplicación de la misma con las nuevas
tecnologías). ¿Sabe usted sumar, Señora Aguirre? ¿Y usted, señor Wert o usted,
señora Figar? El trabajo básico de un profesor ya es, sólo con esta parte de su
trabajo, de 40 horas semanales. ¿Cómo contamos, pues, todo el resto de horas:
guardias de aula, guardias de biblioteca, labores de tutoría o departamento,
reuniones de evaluación y de coordinación pedagógica? Se me pierden las
cuentas. Hemos vuelto a condiciones laborales propias de aquel primer franquismo,
cuando se pasaba más hambre que un maestro de escuela. Entonces, al menos, se
le respetaba en su valía como jamás se ha vuelto a hacer en este país de
filibusteros, ni por parte de la administración (ninguna de las tantas que en
España existen), ni por parte de la sociedad, en su mayoría (siempre hay
grandes y loables excepciones, probablemente más de las que parece, que nunca
dejan escuchar sus voces). Hoy evidentemente no pasa hambre, a pesar de ser una
de las profesiones de su categoría peor pagadas de nuestro cacareado entorno
occidental (mejor no comparar con los Estados Unidos, tan copiados y admirados
para otras cosas, pero tan ocultos para difundir cómo trata económica y
socialmente a sus profesores), pero se le ha desprestigiado, degradado,
vilipendiado, como, por otro, lado, a todo ser humano que trate de dedicarse al
mundo de la cultura. No en vano estamos en un país (de filibusteros disfrazados
de ejecutivos y ministros) que machaca sistemáticamente su cultura.
Eso es llorar.
Hay más falacias. Seguiremos en guardia.
Decía Larra en su famoso artículo “Horas de invierno” (1836):
“Escribir en Madrid es llorar, es
buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta”.
También lo es enseñar. Entonces el Madrid de Larra era la metonimia de un país
entero, hoy además, es una literalidad aplastante, por cuanto en esta España
dividida (precisamente por quienes más cacarean su unidad como destino en lo universal), la nefasta Comunidad de Madrid lleva
la avanzadilla en estas cuestiones. ¡Pobres herederos de una España, de nuevo,
de “charanga y pandereta, cerrado y sacristía”, como nos decía el entrañable
Machado! Eso sí, ahora se le ha unido la Santa Cofradía del Emprendimiento.