EL VENTANUCO
Solo un avanzar sereno permite observar los alrededores del caminar como un móvil punto de vista monocorde que planea la calle asolada camino de la playa. Mediodía de julio. No es la primera vez que observo el retrato sobre la pared de la fachada parda desconchada. Cada día, la mujer se asoma impasible a su pequeña, hasta lo imposible, ventana de casa con fachada parda. Hace que observa, que nos observa, a los viandantes, a los paseantes, a los animales que orinan las ruedas de los coches. ¿Pero observa? Tres días ha, observo desde la ventana en la fachada celeste de mi c

asa, enfrente, a ocultas, desde la calle en gran angular, bajando hacia la playa, desde la entrada de mi casa a la vuelta (dintel blanco sobre fondo azul celeste). La misma posición incorrecta, la misma sonrisa irresuelta, la misma mirada indeterminada. Tres días me pregunto si es una mujer aquella figura o un fresco en la fachada, un trampatojo inmóvil, una irrisoria trampa para el ojo de quien no vive ahí, un figurado rostro de mujer atónito que otea la calle en silencio enmarcado por el ventanuco. No hay pecho ni busto. El rostro ocupa la totalidad geométrica del cuadro. El cuarto día doblo el ojo y veo que algo ha cambiado en la fachada. El paseante observa de reojo, por no decir de tapadillo, por no decir al fin insistentemente, para llegar a preguntarse qué demonios es diferente en aquella monótona fachada parda desconchada. No está el rostro de la mujer que miraba en la ventana. Tampoco el ventanuco.